Borrador ACTO SEGUNDO






Diez años antes…






ACTO SEGUNDO

    
 Sevilla, 1957. En algún lugar del barrio de Triana.

     En una casa centenaria del barrio, asentada sobre lo poco que quedaba de unos establos del siglo XVIII, vivían Inés y su padre, Santiago De Mendoza, un antiguo oficial republicano. La vivienda mantenía su originaria fachada encalada en blanco, y para darle vida, Inés la adornó de macetas de geranios en los balcones que le daban ese toque inconfundible de casita de pueblo andaluz. Dos puertas daban entrada a la casa, una de mayor altura y anchura que la otra por donde los carruajes pasaban directamente al interior, más acorde a la entrada de los cobertizos y cortijos que a una vivienda de ciudad. Las estancias giraban alrededor de lo que en su tiempo fueron los establos, un rectángulo que el abuelo de Inés transformó en un patio de estilo mozárabe donde las damas de noche acariciaban las paredes mientras buscaban los altos balcones y las azucenas se mezclaban con las margaritas escoltando a la flor de liz que tanto gustaba a Inés. Eran los ecos de un pasado árabe que no solo no se fue nunca sino que fue heredándose de padres a hijos.

     Ese día todo eso parecía estar inmerso en una bruma melancólica. Las flores no querían asomar a los rayos del sol matutino y los geranios opacaban sus colores, ni siquiera la flor de liz, tan viva a la espera de los buenos días de su dueña, evitaba mostrarse marchita. Y es que Inés se despedía ese mismo día del que había sido su hogar en tantos años. La niña que corría por el patio y daba tanta alegría a sus flores se había hecho toda una mujer.

     ¿Estás segura de tu decisión, Inés? –le preguntó su padre, sin ser capaz de disimular la pesadumbre que le embargaba por saber que estaba ante el momento más crucial de la vida de su hija. Las dudas del padre saltaban en el último instante.
     –Lo estoy padre. Mi decisión ya no tiene vuelta atrás –dijo Inés con voz firme, mientras terminaba de colocar sus últimos enseres en una pequeña maleta.
     Llevaba poca cosa; un cepillo para el pelo, un álbum de fotos y una caja de música que su madre le regaló al cumplir los diez años de edad. Allá donde iba no necesitaría de más. Inés estaba a punto de ingresar en el convento de las Carmelitas descalzas, más conocido como Las Teresas, situado al otro lado del río, en el barrio de Santa Cruz. En pocas horas se haría monja de clausura.
     Aunque solo tuviese 17 años, Inés era ya toda una mujer, una damisela cuya madurez estaba muy por encima del entorno en que vivía. Era hija única y el destino quiso que pronto quedase huérfana de madre, lo que condicionó su adolescencia. Tenía que hacer de mujer de la casa desde muy temprana edad, sin más compañía femenina que la que la ofrecía su tía; ella fue quien le enseñó a zurcir los pantalones que las carencias de una posguerra alargada obligaba –aún existían las cartillas de racionamiento–, a cocinar la comida de cuchara que tanto gustaba a su padre, hacer la compra diaria en el mercado, lidiar con los tenderos que siempre trataban de darle menos por más, y por supuesto sin olvidarse de atender a sus verdaderos tesoros: sus plantas. Así sus agotadores días acababan en las inmersiones literarias que la mantenían a salvo del letargo de las penosas rutinas. Todo ello la fortaleció, e hizo que sus convicciones llevasen intrínseca la terquedad de los genios que creen estar en la verdad superlativa. Y es que Inés fue siempre una mente adelantada a su tiempo, con las quimeras propias de quien se adivina en la excelencia y acompaña sus actos de extravagancias. Y a esa belleza espiritual acompañaba la física. Porque Inés era hermosa, con un cabello color heno que evocaba a las diosas de la Mitología. De ojos color avellana, su mirada tenía la trasparencia del agua cristalina que discurre por los ríos alpinos; impoluta, con el torrente necesario que las oxigena hasta hacerlas invisibles. Sus pensamientos venían influenciados por uno de sus libros favoritos: Vida de Santa Teresa de Jesús, donde encontró frases visionarias como “He tenido que buscar fuera para encontrarme dentro”. Parecía como si fuese el alma de la santa reencarnada, ya que, al igual que ella, perdió a su madre a la edad de 12 años, y también, como si de una dualidad en el tiempo se tratase, ansiaba por viajar a Tierra Santa; aunque no exactamente para el martirio(1) como su albacea espiritual, sino para seguir los pasos de los legendarios Caballeros del Temple. Es otra de las cosas que las acercaba, el gusto por los libros de caballería. De corazón romántico y apasionado, se vio pronto identificada con el otro libro que más la marcó en la infancia: Don Juan Tenorio.
     Por tal motivo su padre no era capaz de negarle el camino que estaba dispuesta a recorrer. Su terquedad le recordaba a él mismo, cuando mantuvo relación con María Dabato –la primogénita de un aristócrata republicano que tuvo que huir a Francia tras el sitio del Frente Nacional a la ciudad de Barcelona en el 39–, a pesar de que todo su entorno se mostraba en contra de esa unión. De igual modo era consciente de que la temprana muerte de su esposa, la dulce María –como acostumbraba a llamarla mientras la recitaba poemas de Campoamor–, dejó una profunda huella en ambos que hizo mella en la relación padre-hija, y pensaba que no vendría mal que Inés intentase encontrarse en la meditación. Aunque Santiago De Mendoza sabía muy bien que esas no eran las verdaderas causas de que aceptase la decisión de Inés; había otra de más peso, otra que nacía de la carga de conciencia que le ha acompañado durante varios lustros. Y es que el padre de Inés le ha ocultado todo un pasado a su hija…

     Inés acabó de hacer su maleta y miró a su padre.
     –Cuénteme qué es lo que le inquieta padre, ya sabe usted que conozco sus caras.
     A lo que éste añadió:
     –No me hago a la idea, hija mía. Por más que me hablo a mí mismo no soy capaz de acostumbrarme. No es la forma en que imaginé te emanciparías.
     –¿Cuál es la que esperaba, padre? –preguntó ella.
     –Ya eres toda una mujer, tan hermosamente madura como lo era tu madre cuando la vi por primera vez. No es eso lo que produce zozobra en mí; es el hecho de que esperaba que conocieses a tu futuro marido y así poder llevarte de la mano al altar con tu vestido blanco. Esas cosas que un padre sabe llegarán para una hija. Para eso sí me preparé, pero no para esto –relató su padre cabizbajo.
     Inés le miró con indulgencia, acarició la cara de su padre y, mostrándole una tierna sonrisa, dijo:
     –Voy a casarme con Dios, padre. ¿Querría usted llevarme al altar del Señor cogida del brazo? –preguntó la hermosa Inés al tiempo que colocaba su codo en jarra en un claro gesto de invitación.
     –Será un honor llevarte ante Dios, hija mía –respondió Santiago con ojos que brillaban al reflejo de las lágrimas saturadas.
     Y ambos se encaminaron a cruzar el río Guadalquivir por el puente de Triana con dirección al otro lado de la ribera, para una vez enfilados los Jardines de Murillo adentrarse en el célebre barrio de Santa Cruz. 





CONTINUARÁ...